La Obra de Arte de Performance Colectiva

Desde las sesiones poéticas y las "exhibiciones no convencionales" en el Cabaret Voltaire, en la década de 1920, en Zurich, el arte de performance ya mostraba la idea de manifestación colectiva como un componente importante en su génesis y modus operandi. Como producto de los movimientos vanguardistas del momento, requerían de la participación activa de sus representantes intelectuales, quienes, simultáneamente y en el mismo espacio, expresaban sus ideas de forma extravagante y con una finalidad eminentemente provocadora.

El nombre de arte de performance o arte de acción, por el cual lo conocemos ahora, se le acuñó cuarenta años después de aquellas experiencias tempranas; y es en el Fluxus, quizás por su marcada vertiente musical que ameritaba la realización de conciertos[1] como espacios de creación; donde vemos que la idea de colectivo seguía íntimamente relacionada a la expresión de una nueva visión artística, ávida del poder que ejerce una iniciativa mancomunada para establecerse como vanguardia. 

Ahora que parece imposible la aparición de nuevos ismos en el arte contemporáneo, seguimos viendo, sin embargo, obras de arte de performance de realización colectiva, las cuales, ya no se encuentran enmarcadas en ideologías con pretensiones vanguardistas, sino que responden, más bien, a necesidades metodológicas específicas y concretas que varían según la naturaleza del proyecto y del artista o los artistas involucrados en él.

Black Market International, Acciones en Ruta (México, 2003). Foto: Antonio Juarez Caudillo
Estas variantes pueden estar representadas en tres modalidades principales de trabajo colectivo: abierto, convocado y cerrado. En el colectivo abierto, podríamos mencionar aquellas experiencias basadas en la tradición del Dadá, del Surrealimo y del Fluxus, caracterizadas por tener lugar en un espacio físico común y sin estar necesariamente relacionadas entre sí. Bajo esta modalidad podríamos ubicar, por ejemplo, el Black Market International, evento donde los miembros no tienen un tema en común; sino que trabajan en una cooperación abierta, aunque esto a menudo no implica una producción colectiva. En este sentido, cada artista desarrolla su acción paralela a la del resto en el mismo espacio, teniendo cada una un desenvolvimiento temporal independiente, lo que produce un continuum de una situación presente frente al espectador. Este último, por tanto, es libre de desplazar su cuerpo o su atención entre las diferentes acciones en desarrollo, así como de hacer lectura de las diversas relaciones simbólicas que azarosamente emergerán ante sus sentidos por el breve concierto y la coincidencia de dos o más artistas en un mismo tempo y sin premeditación alguna.

Por su parte, la modalidad de trabajo colectivo convocado, consistiría en la reunión de un grupo de personas para llevar a cabo una idea proyectada por un artista determinado. A diferencia de un happening, donde los espectadores se hacen partícipes de la obra espontáneamente; personas ajenas a los espectadores son convocadas por el artista para que realicen una tarea específica junto a él o bajo su supervisión, para la consecución del proyecto definido en términos de creación personal.

Es probable que en Venezuela, el precursor de esta modalidad haya sido Diego Barboza con sus obras “30 muchachas con redes” (1970) y “La caja del cachicamo” (1974). En la primera, Barboza vistió con redes de colores a treinta jóvenes, las cuales se fueron desplazando por algunas calles de Londres mientras se mezclaban entre la gente. Para la segunda, el autor realizó una representación de un cachicamo gigante con cajas y telas rojas, bajo las cuales se agrupaban las personas y caminaban en un ambiente festivo en el parque del este de Caracas.

Asimismo, el artista venezolano Javier Téllez suele realizar obras de arte de acción colectivas con personas convocadas para tal fin, como enfermos mentales, celebridades circenses o funcionarios públicos. En One Flew Over the Void o Bala perdida (2005), el artista reúne seiscientos pacientes psiquiátricos quienes ayudan en la organización del evento y celebran el lanzamiento de un hombre disparado por un cañón desde Tijuana, México, hasta caer en San Diego, Estados Unidos, con su respectivo pasaporte en mano. 

Javier Tellez, One Flew Over the Void (EEUU, 2005). Foto Denis Poroy
Aunque el carácter colectivo de este tipo de propuestas siempre estará supeditado a la autoría individual de un artista, la participación de un grupo de personas será absolutamente imprescindible para su realización.

Más escasos son los colectivos cerrados, donde encontramos, en cambio, la asociación y colaboración de artistas en función de una idea que ha sido concebida y realizada entre ellos mismos. La Fura dels Baus, gestada durante los años 80 en Barcelona, Cataluña, es una rara demostración a gran escala de estos casos. Conformado por nueve personas que se retroalimentan continuamente, el grupo llegó a desarrollar diversos ejercicios prácticos que mezclaban con grandilocuencia y sin pudor alguno; el concierto, el teatro de calle y la performance.

En Venezuela, el principal referente nos viene de Yeni y Nan, quienes entre 1978 y 1986, realizaron a dúo obras que se centraban en el tiempo, el cuerpo y su transformación, como metáforas que se completaban con los medios que utilizaban para registrar sus acciones; el video y la fotografía. Yeni y Nan hicieron que el registro trascendiera el carácter meramente documental para ser en sí mismo el dispositivo artístico que invocaba la acción de ambas en un tiempo diferido.

Yeni y Nan, Transfiguración elemento Tierra (Venezuela, 1983, Sala Mendoza Colección Gan)
Por su parte, desde la segunda mitad de los años 90, el grupo Fusión, de Valencia, ha presentado una serie de acciones colectivas en las que integran el cuerpo, extraños rituales, objetos y proyecciones audiovisuales de gran intensidad. Los códigos de teatro de calle que maneja este grupo, de pronto son difuminados por la ausencia de un sentido coreográfico que da espacio a la improvisación y a la ruptura violenta de la distancia entre el espectador y los accionistas. Probablemente muchas personas aún deben recordar el rancio hedor y la textura viscosa del chivo muerto que les fuera arrojado encima y sin preaviso durante una de sus presentaciones en 1999.

Vemos entonces que el arte de performance colectivo puede tener muchas maneras de manifestarse, variando ya sea por la confluencia de artistas en un mismo espacio; por la colaboración de varias personas en la realización de un proyecto individual; o por la asociación formal de artistas que juntos desarrollan propuestas específicas. Todas estas posibilidades de trabajo colectivo son legítimas en sí mismas en tanto guarden sentido y coherencia discursiva ante la percepción del otro, que eventualmente podría integrarse a la acción y hacer parte breve del colectivo en cuestión.

Del “tú y yo” al “nosotros”

En el devenir histórico del arte de acción, han sido más abundantes las referencias de performances individuales, no sólo por las dinámicas de promoción y difusión que resaltan nombres y apellidos concretos, bajo la premisa de mercadear los posibles valores residuales de su quehacer artístico, ya sean objetos, producciones derivadas o documentación fotográfica y audiovisual, sino porque, en efecto, han sido más numerosas las acciones individuales que las colectivas. Esto, quizás por el complejo entramado social que configura el espacio personal del individuo, influyendo en su universo mental, emocional y físico. En la acción individual se mantienen la territorialidad y el dominio de una pequeña parte del yo, la cual conserva la seguridad de su identidad al prescindir de la interacción con el otro (artista). En este sentido, ¿por qué y para qué un artista decide trabajar el arte de acción colectivamente?

El trabajo colectivo, especialmente el que hemos definido como cerrado, se compone de una pluralidad de individuos que comparten la misma perspectiva sobre algún tema, y que bajo ciertas circunstancias existenciales y necesidades personales, se encuentran para descubrir que poseen ciertos rasgos comunes que los relacionan, haciendo posible la dirección de un esfuerzo para la consecución de un objetivo común.

Los colectivos se enriquecen con las individualidades. Estas se encuentran afines porque algo se revela ante ellas, acaso la certeza de una posible complementariedad que facilite el proceso de creación artística o que proporcione durante ella, el encuentro de nuevos caminos de expresión.

Desde este punto de vista, el trabajo colectivo presenta otro nivel de complejidad con respecto al individual, al iniciar la apertura hacia el otro y los otros. Ya no es un “Yo con Yo”, sino la oportunidad de hacer un esfuerzo para salir del “mí mismo”, de los límites de nuestras propias ideas y conceptos, para confiar en otra persona y, en cierto sentido, integrarse a ella. De este modo se establece una conexión que por unos segundos puede borrar los límites convencionales del pensamiento y las palabras que nos dividen, y por tanto, dar permeabilidad a un sentimiento sincero de comunión, al crear de forma conjunta y construir el espacio intersíquico, fomentando el crecimiento de los sujetos desde la experiencia relacional.

Desde ese estado de permeabilidad de los sujetos que se relacionan según las condiciones de tiempo, espacio y finalidad, la estabilidad de sus emociones en correspondencia anímica es una característica vital para el establecimiento del diálogo que, indefectiblemente, se verá reflejado en el ritmo, equilibrio y sentido de su performance, como materialización de ideas conjuntas donde el rol de cada parte integra el desarrollo de una totalidad.

En resúmen, la performance colectiva responde a la necesidad de relación y diálogo directo con otro cuerpo pensante que, gracias a que puede plantear una visión distinta, simultáneamente se crea una plataforma para el consenso o la divergencia, coyuntura que en última instancia, dará sentido al discurso de la obra. Por tanto, la interacción de sus miembros sirve de estímulo al comportamiento del otro, complementándolo en sus roles activos y reflexivos.

Lo colectivo se alimenta de diferencias y afinidades, de reconocer y valorar la presencia del otro para dar paso a cierto sentido de pertenencia, así como al principio de compartir, vivir y construir algo en conciencia grupal, configurando el encuentro de un “nosotros” para brindarse al “ellos”.

SC. 2010

Notas:
[1] El término “concierto” lo utilizamos aquí en el más amplio sentido que su etimología nos brinda: del latín concertare que significaba luchar, rivalizar, discutir. Luego de que el italiano utilizara “concertar” en el ámbito musical como “estar de acuerdo” y “armonizar” (los instrumentos), deriva al español en su sentido más convencional: acordar o convenir propósitos o sentimientos. Ahora bien, las acciones concertadas de Charlotte Moorman, Nam June Paik, Joseph Beuys y Wolf Vostell en el apogeo del Fluxus, son pruebas fehacientes de que el caos y su violencia intrínseca generada por la confrontación de individualidades, puede, no obstante, dirigirse colectivamente hacia una finalidad holística.

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